Diego tenía muchas ganas de dar parte de su tiempo y energía a otras personas; y así fue como, con su espíritu inquieto y positivo, decidió investigar la forma de ayudar, y se encontró con una carta de un maestro de la Escuela Rural 971 de Corrientes, que expresaba las necesidades del colegio. Leerla y ver cuántas cosas necesitaban los alumnos lo impulsó a organizarse de diferentes formas –una de ellas un asado multitudinario- para conseguir ropa, alimentos, electrodomésticos, regalitos y llevar todo al paraje de Esquina en su camioneta. Desde ese día apadrina a la escuela, y todos los meses viaja para llevarles lo que necesitan; gracias a su simpleza, entrega y buena onda, poco a poco se involucró en la vida de quienes viven en el lugar y hoy, para todos es “El Padrino”, ese que se entusiasma cada vez que ve que un chico de la 971 recibe algo de todo lo que necesita.
¿Qué fue lo que te motivó a involucrarte con la escuela? ¿Te dedicás a algo relacionado?
Nosotros tenemos geriátricos. Tengo gente que lo maneja y por suerte eso me da tiempo. Y la idea de empezar a ayudar nació de lo que uno siempre ve en televisión y piensa: “qué locura, cómo los pibes pueden vivir así”; estando en casa, tenía cuatro horas libres todos los días, y dije “a ver qué puedo hacer”. Empecé a googlear: “escuelas rurales” y así llegué a APAER, una asociación que recibe las cartas de todos los maestros rurales del país, y las deja a disposición de quien esté interesado en ayudar a alguien. La idea mía era acercarme a una escuela y empezar a llevar las cosas yo. Fui y les pregunté cómo era el sistema de trabajo.
¿Y con qué te encontraste?
Fui a la oficina y les pedí un lugar que esté a unos 600 kilómetros. Tenían mil carpetas, ocho carpetas de cada provincia con veinte folios; me muestran una de Corrientes, y había una carta del maestro a cargo, decía que realmente no tenían nada, que las necesidades eran básicas, no tenían ni pantalones largos para el invierno. Era la Escuela Rural 971 de Esquina, un lugar sobre el Paraná, en Corrientes. Está cerca de Libertad, un pueblo, de ahí tenés 25 kilómetros más hasta la escuela, todo por un camino de tierra, donde están los distintos parajes; son lugares con casitas que pertenecen a puesteros que cuidan la punta de un campo. Ellos viven ahí cuidando esa zona, tienen sus animalitos, hacen changuitas. Los nenes que viven en esas casas son los que van a la escuela. Por ahora hay nueve familias, y en total son 17 chicos los que van a la escuela. Es una zona de mucho monte, muy calurosa a partir de la primavera.
¿Cómo y cuándo fue la primera vez que fuiste?
Fue en junio de 2016, por lo que decía la carta sobre sus necesidades, cualquier cosa que llevara les iba a servir, pero me dieron un consejo, de que más allá de lo que lleve, también mande golosinas para los chicos. Y preparé todo, hasta con temor, pensando en no quedar como un ridículo, que nadie diga “¿me traés esto?” “¿tendrán luz?” me preguntaba. Me habían dado radio, televisores, no sabía si llevarlos o no. Yo fui al Liceo Militar, y con setenta compañeros sigo en contacto, así que hice un asado en casa para todos ellos y cobré 300 pesos por persona. Con eso compré 16 pares de botas y zapatillas. La primera vez que fui tenía unos nervios terribles. Fui con mi señora y mis dos hijos, la idea era también involucrarlos a ellos para fomentarles el espíritu de colaboración. Porque el trasfondo de todo es eso: es dar por el hecho de dar y nada más.
¿Qué pasó ese día, te costó encontrar el lugar?
No sabés lo que son los caminos, yo tengo una Amarok, imaginate las huellas que habían que se me hundía. En total son cuarenta kilómetros, y tardás dos horas en hacerlos. El maestro sale todos los días a las seis de la mañana de su casa para llegar a las ocho a la escuela; cuando llueve no va porque no puede entrar, y ahí los pibes no desayunan, no tienen clase. La prioridad es que los pibes desayunen, sus papás son analfabetos en general, entonces las tareas que les manda el maestro, vuelven, no las hacen. La enseñanza es básica: leer, escribir, sumar, multiplicar restar y dividir. Es un solo profesor para todos, son alumnos de entre cuatro y quince años; él los sienta por hilera, divide el pizarrón en tres, y anota contenidos diferentes para los más grandes, los del medio y los más chicos. Hace el desayuno, pone la olla con leche, les sirve a todos, da la clase, y cuando termina junta las tazas, lava todo y se va a su casa.
¿Cómo se fue forjando tu vínculo con la gente del lugar?
La gente es muy tímida, cuando vos les hablás, todos miran al piso. Con el tiempo se empezaron a acercarse, o a pedirme cosas que necesitaban. Hoy todos me dicen “padrino”, desde el más grande que tiene 65 hasta el más chiquito. Ana, una mujer que ayuda mucho a la escuela, se acerca un día y me dice, “padrino mire, yo quisiera que usted se quede en mi casa”. Yo hasta ese entonces iba a un hospedaje que me quedaba mucho más lejos de la escuela. Lo primero que hago cuando voy es repartir todas las cosas que llevo; al tener campo tienen los bichos ahí sueltos, y siempre que voy me esperan con dos corderos, siempre. Repartimos las cosas, comemos, juego a la pelota con los chicos, nos sentamos a comer todos. Y después nos quedamos un rato más, terminamos de repartir las cosas y de ahí a las seis de la tarde me voy a lo de Ana que es ahí nomás.
¿Qué hiciste para que se genere esa confianza?
En las clases yo trataba de acercarme a los chicos, de crear el vínculo, “te ayudo a pintar”, o les sacaba fotos y anotaba los nombres, ahora me los sé todos. Era importante eso, acordarme de quién era quién y llevar el juguete para ese, con el nombre, para ellos es decir, “alguien se acuerda de mí”. Para las chicas más grandes, prepararles un bolsito, con colonias, gomitas para el pelo; para los chicos fue preguntar “¿quién es de Boca, quién de River? y llevarles la camiseta cuando consigo. Hay tres que egresaron: Nahuel, Rodrigo y Demetrio, y mis hijos egresaron al mismo tiempo, así que viví el viaje de egresados de los dos. Mis hijos se fueron a Villa Carlos Paz, y eso me dio una idea: le dije a Pedro, el profesor, ¿qué te parece si hablamos con los padres de los chicos y me los llevo a Buenos Aires de viaje de egresados? Hablé con sus madres, hicimos un papel y me los traje a mi casa diez días.
¿Cómo fue esa experiencia para ellos?
Todo los sorprendía. Ellos nacieron y vivieron ahí toda la vida, lo más lejos que habían ido era a Esquina ciudad. Ya cuando agarré el Puente de Zárate no podían creer el tamaño de esa estructura, no lo asimilaban. La idea era llevarlos 14 días a Buenos Aires, y al décimo uno de los chicos se quiso volver. No se hallaba, no le gustó. Fuimos a la cancha de River, de Boca, de Vélez, al cine a ver una película 3D. Los otros dos chicos no se querían ir. Pero bueno, no quería que sufra Demetrio tampoco así que los llevé antes.
¿Cuál es el destino de los que egresan en general?
El secundario ya es a veinte kilómetros de sus parajes, y tienen muchas limitaciones para ir: si consiguen caballo, si no llueve, si les prestan una moto… Es difícil seguir el estudio así, pero no por falta de voluntad. En un momento se encuentran con un paredón muy grande. Uno de los pocos laburos que tienen es cortar paja, o si se escapó algún animal ir a buscarlo, recorrer todo el alambrado, kilómetros y kilómetros; arrancan el día cuando sale el sol, terminan recién cuando cae, y ganarán cien mangos el día. O de repente venden un cordero tal vez.
¿Cómo haces la colecta de las cosas que llevás?
Hago un poco de todo. Por ejemplo, la madre de uno de mis compañeros del Liceo tiene un colegio de 600 alumnos, y logramos hacer una colecta mandando una nota a los alumnos para colaborar. Uno de los padres del colegio trabaja en una fábrica que hacen vajilla de plástico, y me dieron como mil platos, vasos, tazas; después anuncio en Facebook, “estoy juntando cosas”. De repente me dicen, “che, tengo una cocina”, y voy, la busco, le saco la foto al muchacho que me la da, cuando llego allá, se la entrego a quien la necesite y le saco la foto al lado de la cocina, para mandársela a quien la donó. Eso lo publico también para dar ganas a otros de ayudar. Yo paso a buscar lo que la gente me dice, y después selecciono qué llevar. Voy una vez por mes, cada 30 días intento ir.
¿En qué sentís que te cambió todo esto?
Lo que yo quería es ayudar, y ahora sé que estoy ayudando. Tengo un compañero que me dice que lo que hago es solo paliativo, pero para mí es un todo en un punto: es tener o no tener zapatillas una campera, tomar algo fresco, o comer un caramelo -a todos los pibes les gusta comer golosinas-. Y ver que cada vez que voy los chicos están con las zapas que yo les llevé, eso hace todo para mí. Lo único que hice fue organizarme. Le encontré la vuelta, cuando me dan los corderos yo armo la cena con amigos, la otra vez nos juntamos 25, y junté siete mil pesos; entonces tengo esa plata para comprar fideos, arroz, harina. Lo que más valoro es cómo ellos intentan devolver lo que les das con lo que tienen. Ahora se acercan y hacen pedidos más grandes, de repente uno me pidió una motosierra, otro una bicicleta. Le enfermé la cabeza a mi hermano con que sus hijos no la usaban tanto, y bueno, llevé una bicicleta. Un hombre de allá me dice “me falta una mesa”, entonces compré madera y ahora le voy a hacer una mesa. Ayudar me genera mucho entusiasmo, ganas de dar siempre un poquito más.
¿Cómo es tu relación con el maestro?
Estamos siempre muy en contacto. La otra vez, como la escuela no tenía un cartel grande en la puerta, les hice el cartel con mis hijos; cortamos la madera, a mi hija le hice pintar las letras, con mi hijo las pegamos, para involucrarlos de alguna manera. Llegué a la escuela y le dije a Pedro, el maestro, “vení que te quiero dar una sorpresa”. Lo destapa y se le llenaron los ojos de lágrimas; contó que fue todo un logro hacer esa escuela, él antes daba clases debajo de un árbol, porque en la capilla donde daba anteriormente le cerraron las puertas. De tanto pelear consiguió el terreno y después logró que la municipalidad le arme el edificio. Él me contó también que desde que empecé a participar las familias se unieron más, planean entre ellas, “¿qué le pedimos al padrino, qué hacemos para cuando venga?”. Cambió la situación tanto de ellos como la de mi vida, porque a veces mi mujer me dice “¿no fuiste al geriátrico?” Y bueno, es que a veces me tengo que ocupar a pleno de esto, pero siempre desde el entusiasmo. Mi pico de felicidad es cuando Pedro me manda fotos, por ejemplo la otra vez me mandó foto de que puso la mesa que le llevé en la cocina de la escuela.
¿Y tus hijos se involucraron?
Sí, no como yo esperaba, pero sí, hay una menor pretensión en todo. No la que yo esperaba. Por ejemplo, mi nena me dice: “esa señora está usando la remera que era mía”, y yo le digo, “lo que vos pensabas que estaba gastado o no servía más, le sirve a otra persona”. Para el día del niño los llevé, festejamos todos juntos. Alquilamos un pelotero gigante, y mi hija se puso a saltar con los nenes, el mío jugaba a la pelota con los pibes. Yo pretendo que se den cuenta de cuáles son las necesidades primarias que puede tener una persona, y fomentarles el ser solidarios; que puedan seguir con esto en algún momento.