Analía Lago

“Mi motor son esas personas que se reúnen para ser mejores”

Hay quienes tienen un trabajo que los mantiene y otro que los completa como persona. Para Analía, el primero es de editora en radio, y el segundo es como counselor y coordinadora en una asociación de prevención de violencia familiar. Luego de varios años de oficio radial sintió que necesitaba estudiar algo diferente y más relacionado a lo humanístico y social. Una amiga le recomendó la carrera de Counseling, y así fue como descubrió una vocación más allá de su empleo formal. Hoy ya lleva dos años coordinando grupos en la Asociación Argentina de Prevención de la Violencia Familiar en el barrio de Congreso. Y allí se encuentra todos los lunes a las 19:30 hs. moderando grupos de hombres que buscan revisar su historia, cambiar sus comportamientos y apuestan —como ella— por un mundo con menos violencia y más conciencia sobre la capacidad de amar que puede tener una persona.

Estabas buscando un nuevo rumbo para tu profesión. ¿Por qué te decidiste por Counseling?

Quería encontrar una carrera alternativa a mi trabajo en la radio, algo más vinculado a lo humanístico, y una amiga me recomendó la carrera de Counseling. Fui a una charla para ver de qué se trataba y al año siguiente me anoté. La carrera me encantó porque se trataba de una terapia de ayuda para personas que no sufren una patología en particular. Es decir, si yo detecto alguna patología, tengo que derivar a esa persona a un psicólogo o psiquiatra, porque el título de counselor está avalado por el Ministerio de Educación, no por el de Salud. Me pareció interesante pensar en que la mayoría de las personas no tiene necesariamente una patología, sino que sufre. Sufre por crisis vitales, duelos, cosas que van pasando en la vida. Además, es una terapia que plantea una relación diferente con las personas. Nosotros hablamos de consultantes, porque un paciente es una persona que padece algo y hay que curarlo. En cambio, en este caso la idea no es imponer un método, sino poder ayudar al otro a encontrar las herramientas que cada uno necesita de manera conjunta. La carrera enfoca su atención en la persona para luego generar una relación de ayuda desde un trato horizontal, de igual a igual, y eso me resultó muy interesante.

¿Por qué elegiste trabajar en una asociación vinculada a la violencia?

Al terminar la carrera me especialicé en adolescentes —a quienes atiendo de manera particular además de mi trabajo en la Asociación— y, mientras realizaba la especialización, sentí que la violencia era un tema transversal a cualquier persona y también nos atraviesa en la sociedad. Decidí estudiar más sobre el tema y, mientras buscaba cursos de capacitación, llegué a la Asociación. Primero fui en busca de más aprendizaje con los cursos que dictaba Graciela Ferreira —quien hace 35 años dirige la Asociación— y me ampliaron muchísimo la mirada sobre el tema. Con el tiempo, y a modo de adquirir mayor experiencia en el área, le dije a Graciela que quería participar como oyente del grupo de hombres. Generosamente me dio esa posibilidad y, al principio sin intervenir, comencé a formar parte de esa ronda como una observadora que escuchaba sus historias. Hoy ya llevamos dos años coordinando juntas este grupo que empezó con 10 personas, y ahora llegan a ser casi 20 hombres que vienen porque quieren cambiar sus conductas violentas, o vienen a sanar una tradición de violencia.

¿Cómo es tu vínculo con ellos?

Yo cumplo un rol bastante cercano de alguna manera, los saludo con un beso, los tuteo, como a cualquiera. Quizá hay cosas que no se animan a preguntarle a Graciela y me las consultan a mí, pero no porque yo me conecte de manera especial con ellos, yo los trato de igual a igual. Con ellos empatizo desde el sufrimiento y me conecto con solo ver que del otro lado hay una persona sufriendo. De algún modo, mi motor, mi motivación, es que ellos estén ahí todos los lunes para cambiar su conducta y ser mejores personas. Quizá suene utópico, pero yo creo en el poder de la persona que quiere cambiar.

Todos los lunes te encontrás con hombres que ejercieron o fueron víctimas de violencia. ¿Cómo vivís este rol en un contexto de tanta repercusión de la violencia de género y el femicidio?

Yo siento que mi trabajo es un modo de prevenir el femicidio, y considero que es un eslabón más que se suma al trabajo en el tema de violencia de género, solo que todavía le falta un poco de maduración. Trabajar con ese hombre violento es, de algún modo, ayudar a prevenir que repita su conducta violenta. Mi aporte es enseñarles algo diferente, que puedan aprender a relacionarse de otra manera y así evitar futuras víctimas. Es algo que complementa con todo el trabajo que se está haciendo actualmente en el tema. En la asociación se los ayuda a descubrir qué los enoja, por qué, cómo controlarlo. Se les brinda material informativo y educativo y se les explica, por ejemplo, qué puede producir un golpe en el cerebro de un niño. Así muchos han comenzado a comprender qué pasa cuando ellos les pegan a sus hijos. La idea es enseñarles algo que nunca vieron o sintieron. Hay hombres que lograron revertir su historia e incluso invitaron a sus esposas a los grupos de mujeres que también se dictan en la asociación.

¿Alguna vez viviste una situación o historia te haya superado al punto de no querer ir el lunes siguiente?

No, sinceramente no. Hay hombres que te dicen: “Yo nunca en mi vida conté qué…”, y te abren su historia a vos. Y quizá es una persona que lleva 50 años cargando esa bomba de dolor en el pecho y nunca supo qué hacer con eso, o fue a terapia bastante tiempo pero nunca salió el tema. Muchas veces me han preguntado si no me da miedo enfrentarme a esta situación, pero la realidad es que tenés que estar ahí para ver cómo son, para comprender qué sucede en esas personas. Yo los veo como 20 tipos que se permiten llorar, emocionarse, estar tristes y sufrir. Y eso no se puede ver desde afuera porque en la Asociación trabajan exactamente lo opuesto a lo que hacen en su día a día.

¿Hay alguna historia que te haya conmovido particularmente?

Todas las historias son conmovedoras. Una que me llamó mucho la atención fue la de un hombre que decía que siempre les gritaba a sus hijas y su mujer. Hablaba de su infancia y decía que no sentía ningún tipo de conexión emocional con su mamá, y era algo que sentía pesado para él. Al tiempo de ir trabajando y modificando su conducta, decidió charlar con la madre para contarle este proceso que estaba viviendo y lo que sentía respecto de ella. Ese día la madre le terminó revelando que a los 6 meses de haber nacido, tuvo que dejarlo un año con sus abuelos en Córdoba. Entonces, el bache que tuvo ese hombre estaba guardado en su memoria emocional y, aunque no lo recordaba, había sido un quiebre en la relación con su mamá. Para mí esa historia refleja de qué manera tenemos vivencias de nuestra historia que uno no las registra conscientemente pero quedan grabadas en nuestra memoria emocional.

Es lunes, termina la sesión y te vas. ¿Qué te llevás de ese encuentro?

En realidad siempre me voy bien. A veces es inevitable quedar un poco impactada por las historias, pero la verdad es que de algún modo me voy contenta. Cuando me subo al colectivo me desmayo del cansancio porque me levanto muy temprano por mi otro trabajo —y en la Asociación a veces terminamos muy tarde— pero es muy gratificante la sensación. Es un tema difícil porque hay que comprenderlo desde varias aristas. Yo no puedo pretender que una víctima entienda porqué hago este trabajo. Se lo podría explicar, pero una persona que sufre violencia no tiene porqué entender, ni tiene por qué pensar que un hombre se tiene que recuperar o puede tener la posibilidad hacerlo. Pero que esa persona esté ahí para intentar modificar su conducta, para mí la convierte en una persona que merece esa oportunidad, que merece que alguien escuche su problema. Siempre me quedo pensando en las historias que escuché, y me enorgullece ver que hubo un lugar en el que se juntaron un montón de personas a querer cambiar. Eso me queda siempre presente.